Bernal Díaz del Castillo, el gran corresponsal de guerra de la conquista de México
Gracias a su obra podemos conocer al detalle tanto los grandes momentos como los aspectos más cotidianos de aquella grandiosa y aparentemente imposible empresa, y tener un retrato directo de todos y cada uno de sus personajes más relevantes

La Llegada, de Augusto Ferrer-Dalmau
Si los corresponsales de guerra —una especie en cierto peligro de extinción, me parece, al menos como los hemos entendido— tuvieran que elegir un patrono, aunque no sea santo, yo me atrevería a proponerles a Bernal Díaz del Castillo.
Vivir y contar en primera persona, haber estado presente en aquel magno y extraordinario empeño de la conquista de México, haber participado en las inauditas batallas que acabaron con el terrorífico Imperio mexica (ahora bautizado como azteca), al lado de uno de los mayores genios militares y diplomáticos de la historia, Hernán Cortés, y haber custodiado al mismísimo emperador Moctezuma en su cautiverio, da para mucho.
El Pulitzer lo hubiera tenido ganado, aunque ahora, a buen seguro, se lo hubieran hurtado por no ser políticamente correcto.
Bernal Díaz del Castillo nació en Medina del Campo, hijo de un regidor de la villa, de nombre Francisco y apodado «el Galán», por los años en que las naves de Colón, tras haber dado con islas, habían arribado ya a Tierra Firme de América, aunque seguían creyendo que eran las buscadas Indias, donde estaban las ansiadas especias.

Bernal Díaz del Castillo, el autor de 'Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España'
Bernal, que poco de provecho había hecho hasta el momento —amén de conseguir destreza con las armas y leer novelas de caballerías— y que de fortuna estaba más bien magro, se embarcó muy jovencito, ni siquiera llegaba a los 20 años, rumbo al Nuevo Mundo en la flota que llevó al duro Pedrarias Dávila a su gobernación de Castilla del Oro, Panamá para que nos entendamos todos.
No le debió de gustar mucho lo que vio, y menos las formas del gobernador, culpable de la decapitación del descubridor del Pacífico, Vasco Núñez de Balboa, y en cuanto pudo se marchó a Cuba, donde mandaba —tras conquistarla sin excesivo esfuerzo— Diego Velázquez de Cuéllar.
Este le prometió encomiendas de indios, pero no le otorgó ninguna, y por ello cuenta que decidió unirse a las primeras y bastante desgraciadas expediciones que salieron de la isla hacia la península de Yucatán, el golfo de México y La Florida, al mando de los capitanes Francisco Hernández de Córdoba (1517) y Juan de Grijalva (1518), y del famoso piloto Antón de Alaminos.
Se toparon con los restos de la civilización maya y con el dominante y feroz imperio azteca y su gran poderío militar, que en nada se parecía a lo encontrado hasta el momento. Los españoles fueron derrotados en sus intentos de desembarco; Hernández de Córdoba pereció a causa de ello, y Grijalva retornó con la hueste diezmada.
Hacía falta un Hernán Cortés para aquello, y con él marchó el joven Bernal en busca de honor, fama y oro.
Con el gran conquistador extremeño hizo toda la campaña que culminaría en la toma definitiva de Tenochtitlan, tras haber tenido que salir huyendo en la famosa Noche Triste, después de la muerte de Moctezuma, de cuya custodia Bernal estuvo algún tiempo encargado, llegando a tener por él gran simpatía y aprecio.
Combatió en las más decisivas batallas, desde Cempoala hasta Otumba, y tras la definitiva victoria se estableció en aquellas tierras, participando más tarde en la expedición hacia Honduras y, más tarde, en la de Guatemala, de la que fue uno de los actores principales y de cuya capital, Santiago de Guatemala, acabaría por ser, con el tiempo, nombrado regidor, y donde escribiría su famosa Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, y donde acabaría por morir en su cama, en 1580, cuando ya había superado los 90 años.
Algunas imprecisiones en el texto pueden ser achacadas a la debilidad de sus recuerdos o a darse demasiada importancia en lo sucedido, pero su obra es absolutamente imprescindible.

Portada de la Historia verdadera, 1632
A través suyo podemos conocer al detalle tanto los grandes momentos como los aspectos más cotidianos de aquella grandiosa y aparentemente imposible empresa, y tener un retrato directo de todos y cada uno de sus personajes más relevantes, tanto de Cortés y sus más allegados capitanes como de los dirigentes mexicas: a Moctezuma o a su sucesor Cuauhtémoc.
Díaz del Castillo escribe como lo que es: un soldado. De habla y escritura directas, sin andarse por las ramas. Cuenta las cosas como las ve y le parecen. Los personajes alcanzan su dimensión más humana. En el caso de Cortés, ello resulta fascinante.
Sobre el conquistador se han vertido todo tipo de exageraciones, tanto por detractores como por aduladores. Bernal lo tiene en gran aprecio y es evidente que le admira como líder y capitán, pero lo retrata con toda honradez y no deja de afearle algunas cosas si así le parece oportuno.
Pero su genio y su ingenio, su valor, diplomacia, inteligencia y su aguda intuición y expresión brillan de manera esplendorosa. Al final, el honrado retrato de su entonces joven soldado le honra más que el de cualquiera de sus aduladores.

Detalle del retrato de Hernán Cortés
Algo similar ocurre con el resto de sus capitanes, a quienes retrata con gran precisión y en sus momentos más decisivos.
De Diego de Ordaz relata su epopeya ascendiendo, con otros dos compañeros, hasta la cima del volcán, a 5.452 metros de altitud y con el cráter en actividad:
«Y todavía el Diego de Ordaz con sus dos compañeros fue su camino hasta llegar arriba, y los indios que iban en su compañía se le quedaron en lo bajo, que no se atrevieron a que comenzó el volcán a echar grandes llamaradas de fuego y piedras medio quemadas y livianas y mucha ceniza y temblaba toda aquella sierra y montaña adonde está el volcán y que estuvieron quedos sin dar más paso adelante que de ahí a una hora que sintieron que había pasado aquella llamarada y no echaba ni tanta ceniza ni humo y que subieron hasta la boca, que era redonda y que habría en el anchor un cuarto de legua y que desde allí se parecía la gran ciudad de México y toda la laguna y todos los pueblos que están en ella poblados».

Diego de Ordaz y la escalada al Popocatépetl
No sería Ordaz el único escalador, sino que la hazaña sería rematada por otros tres soldados, y en esta ocasión con un componente mucho más vital y práctico que un capricho de alpinista. Se estaban quedando sin pólvora y, para fabricarla, necesitaban azufre, por lo que hubieron de realizar una proeza todavía mayor y más peligrosa.
Por orden de Cortés, un soldado llamado Francisco Montaño, en compañía de otros dos —Larios y Mesa, de apellido—, ascendió hasta el cráter y luego, atándolo de los pies y sujetado por los otros dos, fue descendido hasta donde se encontraba el imprescindible azufre. Venciendo todo miedo —y era para tenerlo, desde luego, y terrible— consiguió llenar un costal entero, ser izado de nuevo y lograr su objetivo.
La impresión la dejó el propio Montaño así relatada: «Era cosa espantosa volver los ojos hacia abajo, porque aliende de la gran profundidad que desvanecía la cabeza, espantaba el fuego y la humareda que con piedras encendidas, de rato en rato, aquel fuego infernal despedía».
Bernal retrata también a los demás grandes capitanes de Cortés. A Cristóbal de Olid —durante mucho tiempo uno de sus lugartenientes más próximos—, que al final, seducido por las promesas de Velázquez, encabezó una rebelión contra Cortés que, a la postre, le costó la cabeza. Derrotado, y en atención a su condición de hidalgo, en vez de sufrir la horca fue decapitado.
Bernal no escatima elogios hacia él, aunque señala el mal paso que dio y que le llevaría a ser ajusticiado. Valora su temple y entereza: «Era un Héctor para combatir persona por persona, y que si como fuera esforzado tuviera consejo, fuera mucho más tenido, mas que había de ser mandado».
Su mayor admiración la reserva Bernal para quien fue el capitán de la compañía en la que él mismo servía y a quien profesa una verdadera adoración: el leal Gonzalo de Sandoval.

Retrato de Gonzalo de Sandoval
Sobre este no pone reparo alguno ni vierte la más mínima sombra sobre su conducta, y lo defiende encendidamente por encima de todos los demás. Recoge todas sus hazañas y se lamenta de su muerte, que no tuvo lugar en combate ni por herida alguna, sino —tras haber llegado a ser gobernador de México— al regresar a España, a su llegada al puerto de Palos con el propio Hernán Cortés, cuando le acompañaba a presentarse ante el rey y «besar los pies de su majestad».
Le debemos también una precisa descripción del emperador Moctezuma: «Era el gran Moctezuma de edad de hasta cuarenta años, y de buena estatura e bien proporcionado, e cenceño e pocas carnes, y la color ni muy moreno, sino propia color e matiz de indio, y traía los cabellos no muy largos, sino cuanto le cubrían las orejas, e pocas barbas prietas e bien puestas e ralas, y el rostro algo largo e alegre, e los ojos de buena manera, e mostraba su persona, en el mirar, por un cabo amor e cuando era menester gravedad; era muy polido y limpio, bañábase cada día una vez, a la tarde».
También tiene palabras para quien, tras haber sido su enconado rival, fue su sucesor: Cuauhtémoc. Este fue apresado al intentar huir cuando Tenochtitlan estaba ya a punto de ser tomada. Bernal lo trata con respeto y no oculta la terrible escena de su tormento, para intentar arrancarle, infructuosamente, el secreto del lugar donde habían escondido sus tesoros: «Le quemaron los pies con aceite», relata.
De ello culpa al tesorero real y rival de Cortés, Julián de Alderete, y exculpa al conquistador, quien había prohibido que se le diera suplicio: «Mucho le pesó a Cortés que a un señor como Cuauhtémoc le atormentasen por codicia del oro».

El suplicio de Cuauhtémoc (1893). Obra de Leandro Izaguirre
Tras la conquista del Imperio azteca, Bernal Díaz del Castillo fue recompensado, aunque estimó que no en la medida de lo que le correspondía, hurtándole las encomiendas de indios que creía merecer. Fue logrando algunas, y el buen trato que dispensaba a los indígenas hizo que el presidente de la Real Audiencia de México, Sebastián Ramírez de Fuenleal —quien antes había sido obispo y gobernador de Santo Domingo y La Española, y máxima autoridad de la Nueva España hasta la llegada del primer virrey, Antonio de Mendoza— lo nombrara visitador general para evitar que se herrasen indios, es decir, que se les convirtiera en esclavos.
Antes de que don Sebastián llegara, había ocupado ese mismo puesto en la Audiencia un tenebroso personaje: Beltrán Nuño de Guzmán, natural de Guadalajara y fundador de su homónima mexicana, paisano por tanto del Mendoza, aunque de muy diferente y mucha peor calaña.
Don Beltrán entró muy pronto en conflicto con el conquistador. El enfrentamiento alcanzó su punto más álgido cuando fue nombrado presidente de la Audiencia. Intentó inculparle, acusándole de haber mandado asesinar en Cuba a la que fue su primera mujer, Catalina Suárez, antes de iniciar su aventura mexicana, haciendo que tuviera que dejar México e ir a responder de las acusaciones en España.
Con las manos libres, Nuño de Guzmán se lanzó a la rapiña y al pillaje. En Pánuco esclavizó —con el pretexto de ser indios alzados— a decenas de miles de ellos. Bernal denuncia: «La demasía licencia que daban para herrar esclavos, porque daban licencias a los muertos, y las vendían los criados del Nuño de Guzmán, herrándose tantos que aina despoblaran aquella provincia. Y además desto, como no residían en sus oficios ni se sentaban en los estrados todos los días que eran obligados, andaban en banquetes y tratando en amores y en mandar echar suertes. Si mucho duraran en el cargo, la Nueva España se destruyera».
Al cabo, acabó pagándolo. La justicia de la Corona y las leyes de protección de los indios le alcanzaron. Llegó el virrey Antonio de Mendoza y regresó de España Cortés, que le tenía ganas, absuelto y nombrado Capitán General de la Nueva España.
Fue llevado a la Ciudad de México cargado de cadenas, juzgado, condenado y engrilletado, y devuelto a España. Repudiado hasta por su propia familia, murió en prisión en la Torre de Torrejón de Velasco (Toledo).
Dejó como herencia, fruto de sus abusos, una gran rebelión a la que hubo de enfrentarse su sustituto, Cristóbal de Oñate. Este pidió ayuda, y allí acudió, y en aquel trance perdió la vida otro capitán muy bien conocido por Bernal Díaz del Castillo: Pedro de Alvarado.
Al asaltar un peñón, se le encabritó el caballo y, al caer, lo aplastó bajo su peso, muriendo por ello poco después.
También le debemos a él su retrato: «De muy buen cuerpo y ligero, y facciones y presencia, ansí en el rostro como en el hablar en todo era agraciado, que parecía que se estaba riendo».
Bernal, que combatió muchas veces a su lado, no duda en considerarlo uno de los mejores y más temerarios, pero no oculta su crueldad y lo señala como el responsable de aquella terrible sarracina del Templo Mayor, aunque deja caer que se produjo por la sospecha de que se tramaba una revuelta. Esta condujo a la gran insurrección que concluyó con la muerte de Moctezuma, la retirada de la capital y el desastre de la Noche Triste.
Sobre cómo logró salvarse Alvarado —usando una lanza como pértiga para atravesar, rotos los puentes, las aguas de uno de los canales—, Bernal Díaz del Castillo ni confirma ni desmiente la leyenda. Y lo deja dicho con una razón de mucho peso, muy comprensible para quien ha estado en una situación semejante: «Ningún dado se paraba a vello si saltaba poco o mucho, porque harto teníamos en salvar nuestras vidas».
Con Alvarado, el soldado-cronista había mantenido una estrecha relación, pues ambos habían acabado por recalar en Guatemala, donde, tras diversas gestiones y viajes a España, Bernal logró ser recompensado y que le devolvieran sus encomiendas en Chiapas y Tabasco, que le habían sido quitadas durante su expedición por Honduras.
Merced a que a Alvarado se le había encomendado la gobernación de Guatemala, se avecindó en aquella ciudad, donde iba a fijar su residencia y a ocupar importantes cargos.
Para entonces, en el año 1542, era ya padre de dos hijos y gozaba de cierta prosperidad, pues recibió en aquella provincia nuevos pueblos en encomienda. Tenía dos hijos, Teresa y Diego, habidos con una india, Angelita, que le había sido regalada por el emperador Moctezuma. Pero hubo de separarse de ella —o, mejor dicho, no del todo—, y casarse (en 1544) con la mestiza Teresa Becerra para que le fueran confirmadas las adjudicaciones.
Esta era hija de uno de los conquistadores de Guatemala y alcalde de la ciudad, y viuda de otro español, Juan Durán. Con ella ya tenía una hija, Isabel, y luego le dio otros ocho hijos. El mayor de sus vástagos habidos en el matrimonio santificado, Francisco, sería quien conservaría, pusiera en limpio y permitiera que llegara hasta nosotros uno de los manuscritos de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

Páginas de la Historia verdadera, 1632
Tras un nuevo viaje a España, regresó a Guatemala, donde fue elegido como regidor perpetuo de la ciudad en 1551. Enfadado al leer el texto de Francisco López de Gómara sobre la conquista de México, comenzó a escribir su magna obra: el espectacular relato, vivido en primera persona, de lo que fue aquella inaudita y sobrecogedora epopeya.
Con un añadido tan novedoso como esencial, al defenderse y ponerse en valor a sí mismo, Bernal sitúa a los soldados de a pie en un primer plano y hace de ellos, en no pocos momentos, los grandes protagonistas. Resalta su valor, su sufrimiento, sus penalidades y su inaudita resistencia. También sus defectos, sus codicias, sus debilidades y sus traiciones. En suma, su humanidad.
Fruto de las gestiones de su hijo Diego, el primogénito —hijo de la india Francisca—, el rey Felipe II le concedió, en 1565, su escudo de armas. En un siguiente viaje de Bernal a España, en 1567, don Bernal afirmó que ya tenía pasado a limpio su libro, pero no sería hasta casi diez años más tarde cuando este fuera enviado a la Península.
Bernal, sin embargo, conservó una copia del manuscrito que siguió ampliando y corrigiendo hasta casi el mismo día de su muerte, el 3 de febrero de 1584, cuando ya había alcanzado los noventa años. Sus restos reposan en la catedral de la ciudad de Antigua.
Sus descendientes siguen viviendo en aquella nación, e incluso en aquella ciudad. Un presidente de no muy grato recuerdo, Arzú, presumía de ser descendiente suyo. La cerveza más famosa del país, «Castillo», lleva tal nombre en su honor y porque sus dueños también proclaman ser herederos de su estirpe. Mestizos, claro, como lo es la más esclarecedora impronta —hermosa y tapabocas de leyendas negras— del Imperio hispano.