Al tenazónRafael del Campo

El dichoso examen de matemáticas

Actualizada 04:30

Un año más, por estas fechas, se celebra la Pau - antigua Selectividad- y con ello los bachilleres afrontan, por primera vez, un examen lejos de los centros educativos donde han cursado sus estudios y sin el amparo que les procura un «territorio conocido». También, como todos los años, algún examen (particularmente el de matemáticas) da el susto y genera el enfado, la indignación y la rebeldía de alumnos, profesores y hasta de los sindicatos de docentes.

Para mí la Pau, más que un examen que testa el nivel de nuestro alumnado es, simplemente, una estupidez, un ejercicio de estulticia o, si quieren ustedes, un ejemplo de vacuidad. Convengamos en que la Pau trata de controlar el nivel conocimientos de nuestro alumnado y verificar, de ese modo, la labor de los colegios públicos y privados. Pues bien, en la medida de que año a año el porcentaje de aprobados es casi del 100 %, parece que ese control es más bien superfluo e innecesario. A la vista de esos resultados, es una evidencia que los colegios cumplen sobradamente con el nivel que exige el Estado. Y lo hacen todos los años. Por tanto, la Pau es un trámite prescindible.

Lo paradójico del tema es que, a pesar de esos niveles de exigencia y control, el alumnado universitario ( o sea, aquel que ha aprobado bachillerato y superado la Pau olímpicamente ) tiene, como comprobamos día a día los profesores universitarios, por lo general, un nivel de conocimientos lamentable: pobreza de vocabulario, dificultad para engarzar razonamientos, cultura general muy limitada….Y lo que es más grave : vocación al estudio manifiestamente mejorable.

Y en este contexto de contradicción, surge cada año algún profesorado talibán ( algo así, imagino yo, como un tendido 7 de las Ventas aplicado a la « selectividad» ) que se despacha con examen infumable, al que los alumnos no saben hacer frente. Que esto sea poco equitativo y escasamente leal con los alumnos es, a mi modo de ver, una evidencia. La Pau debiera tener un nivel medio, acorde con lo normalmente exigido, no imponer una exigencia extrema. Y desde luego, cuando las quejas son generalizadas, el problema no es del alumnado ( ni de los profesores que los han educado en los últimos años ) sino del «figura» que ha puesto ese examen palmariamente extremoso. Pero la cosa no queda aquí. Porque, miren ustedes lo que escribo, días antes de que salgan las notas de ese dichoso examen de matemáticas que tanta polémica ha generado: a pesar de que los alumnos se han quejado y han considerado haber hecho un examen desastroso, la gran mayoría va a aprobar. Al tiempo. Entonces, surge la pregunta sin respuesta: ¿ para qué poner un examen muy difícil, que no se hace bien, si luego todos, incluso los que lo hacen mal, aprueban ? )

El dichoso examen de matemáticas no es más que una anécdota que se repite, con esa asignatura como protagonista o con otra, desde hace años. Y que se repetirá en el futuro. Y todo ello mientras el sistema educativo y las personas que lo integran ( integramos ) no aprueben una asignatura pendiente: la conciencia de que la labor del profesor no es sólo enseñar ( que también ) sino, sobre todo, contagiar la pasión por el estudio y por el conocimiento, contaminar a los jóvenes de esa enfermedad incurable ( bendita enfermedad ) que es la afición por saber y la conciencia cierta de que el ser humano debe toda la vida ser un estudioso ( de la materia que sea ).

Me parece prosaico y demasiado triste estudiar para aprobar un examen y olvidarlo todo una vez superada la prueba. Pero más prosaico y más triste aun me parece que, con exámenes diseñados para suspender, los alumnos aborrezcan, quien sabe si con razón y para siempre, la apasionante aventura de estudiar.

No estoy escribiendo en contra de la «cultura del esfuerzo»; más bien al contrario. El lector perspicaz comprenderá que estoy a favor, precisamente, de que esa cultura del esfuerzo no sea una agotadora e inútil «subida al Tourmalet» restringida a la época de exámenes, sino que sea una labor constante a lo largo de la vida, moderada, disciplinada, pero, sobre todo, gratificante. Para ello, la obligación del Estado y del mundo docente es presentar el estudio, convertirlo y evidenciarlo, no como una labor odiosa que sólo sirve para superar obstáculos y celadas, sino como un modo de realización personal. Y de placer intelectual. Y de conciencia de la propia dignidad y valía.

¿ Que soy un iluso ? No lo niego. Como tampoco niego que el futuro, si es que lo hay, está en las ideas de los poetas y los soñadores

Porque, seguramente, otro mundo es posible.

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